Nación y Moreno era la esquina que veía desde el Citex, cuando me escapaba de la Escuela Nacional de Educación Técnica Nº 1 General Ingeniero Manuel Nicolás Savio, dependiente del Consejo Nacional de Educación Técnica, el Conet, desvanecido tras la Ley Federal de Educación del menemismo. La escuela contemplaba dos ciclos, inicial y superior, de tres años cada uno. Pero yo hice ocho años y hubiera seguido con ganas si un título de técnico químico no me hubiese detenido.
Volví hace muy poco a la escuela. “Bajó mucho el nivel”, me había dicho en la librería de mi madre un profesor de mis años de estudiante. Escuché antes la misma frase: el bajo nivel, dicho con crudeza, se refiere a la baja extracción social de los estudiantes. Difícilmente concurren a la escuela los hijos de los gerentes de Siderar, de los profesionales prominentes de la ciudad, como sucedía en los 70, cuando la prole de los trabajadores llegábamos a ese rellano de la movilidad social para otear un horizonte que se disolvió tras el arrasamiento de los 90. En el corredor del pasillo externo de los talleres el profesor Podestá, encargado de los talleres, me decía que guardaba en un cajón el plano original de la escuela. El plan, me contaba, era que ocupase toda la manzana; que se pretendió expropiar los terrenos sobre calle Mitre para que la escuela pudiese ser no sólo un lugar de educación para los técnicos que trabajarían en la siderurgia nacional, sino que habría una piscina, un centro deportivo y espacios para que todo eso funcionase como una academia de formación de nuevos ciudadanos. Me recordó las pinturas de Daniel Santoro y su fábula sobre cómo el peronismo, al promover el ascenso social, creó su propio anticuerpo. “¿Y viste los pasillos? —me decía Podestá—, si pasara cualquier cosa los chicos pueden salir seguros, con espacio suficiente para correr y protegerse.” Caminé esos pasillos de nuevo, igual que hacía 30 años: antes que corredores son grandes explanadas, los pisos rojizos, monolíticos. Subí la escalera sobre la esquina de Moreno y Belgrano que lleva a las aulas y el laboratorio de Química y desemboca en el ex baño de mujeres. Allá al final, iluminada por el resplandor del cielo encapotado que entra por los ventanales, sobre la cancha de vóley y el patio gigantesco, está la puerta de doble hoja que da a la tribuna del salón de actos y a la biblioteca. El pasillo es un pequeño estadio y, como hay clases, está desierto. Me asomo en él a un vacío conocido: como si la vida que transcurrió entre esas paredes debiera ahora ser inventada.
En la biblioteca, la fabulosa biblioteca de anaqueles de cedro y cristal, sobre avenida Moreno, encontré a una ex profesora a la que recordé con poco más de 25 años, en los primeros años de su carrera: era principios de año, caminaba por el pasillo central de la planta baja sobre unos tacos negros y llevaba un vestido de colores con unas llamaradas violetas. El género del vestido era muy liviano y en las partes en que el violeta desaparecía se volvía transparente. Pasaba por las zonas de luz que se derramaba a través de las puertas y el sol la envolvía y, con el fulgor de una visión religiosa, nos permitía percibir las formas de su cuerpo flotando dentro del vestido. Pero ahí en la biblioteca no estuve seguro de que fuera ella y dije que no recordaba el nombre. Y ella me acusó de algo que no llegó a precisar: que no entendía cómo funcionaba la memoria en algunas personas, que ella recordaba a todos sus alumnos, de hecho, me recordaba a mí. Sí, le dije que me acordaba de la inicial de su apellido, de su materia, pero que entendiera que eran muchos años lejos de San Nicolás, sin conversaciones en las que pudiera retomar el hilo de los nombres y los lugares. Y hablamos de sus hijos, de los míos, de mi trabajo y el suyo. De lo mal que estaba la escuela y de lo hermosa que era. “Estudiar en este edificio —dijo— es un privilegio.”
Me digo, mientras camino las cinco cuadras desde la escuela hasta la casa de mis padres donde me esperan también mi hija y mi hijo, que no es la escuela la que se hundió en la crisis (Podestá también me contó que en los 90, cuando la Ley Federal de Educación borró de su plan a las escuelas técnicas de la provincia, fueron los mismos maestros y profesores los que se organizaron para resistir el cierre. Al Industrial había llegado un telegrama desde el Ministerio en el que se intimaba a embalar las máquinas de los talleres para enviarlas a remate). Lo que desapareció es la sociedad en la que educarse en la Enet 1 tenía un significado que hoy sólo atesoramos como un recuerdo.
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