Islas

La isla de Lechiguanas, que está frente a Regatas, tras cruzar el Martín Chico, fue, según el mito popular nicoleño, lugar de entrenamientos en los albores del Ejército Revolucionario del Pueblo. Que Enrique Gorriarán Merlo, Benito Urteaga o Carlos All —todos de familias más o menos conocidas en San Nicolás— hayan pertenecido al ERP alentó todo tipo de historias y acaso esas historias remiten al hecho de que la mayoría de los pertenecían a la misma clase social que de algún modo administra políticamente  la ciudad: en su adolescencia y juventud compartieron los mismos sitios de reunión, los mismos paseos, como las incursiones en la isla, a la que sólo se accede en lancha particular. En sus Memorias[1], Gorriarán Merlo se refiere al asunto, aunque menta, como lugar de formación en la militancia y la lucha armada, Rosario y sus alrededores, que se extienden hasta el barrio Acindar de Villa Constitución. Pero lo que sí puede afirmarse es que en julio de 1970, en la isla de Lechiguanas se realizó el VI congreso del PRT-ERP, una reunión secreta en la que se juntaron cuarenta militantes llegados de todo el país, entre ellos Roberto Santucho y su hermano Asdrúbal. Como dato curioso, Gorriarán Merlo dice que el lugar elegido era un rancho solitario y que allí cerca había un ruso, Alejandro Kachevinsky, que llevaba vida de ermitaño. Lo que Gorriarán Merlo recuerda es que el ruso se acercó a la charla, atraído por los nombres de Lenin y Trotsky, y contó cómo la Revolución le había arrebatado las propiedades a su familia. Lo que me sorprende de ese personaje es el extraño dibujo de su destino: de las estepas rusas al delta del Paraná y de la infancia anti-revolucionaria a ser anfitrión de un congreso de guerrilleros argentinos.

“Con el tiempo pensé en las paradojas que se dieron en la historia posterior en la Argentina. Varios de los que después protagonizamos los enfrentamientos desde distintos bandos estábamos ahí”, dice Gorriarán Merlo al referirse a su instrucción como conscripto en el Batallón de Ingenieros 101 de San Nicolás, pero también a las cuadras donde transcurrió su infancia y juventud: las manzanas entre las calles Mitre, San Martín, De la Nación, Chacabuco, Belgrano: allí vivían personas que tendrían más tarde un papel destacado en la vida democrática —el entonces subteniente D’Andrea Mohr estaba destinado en el Batallón 101—, en la defensa de los derechos humanos, la acción política y el terrorismo de Estado, como un oficial vinculado al círculo íntimo del sanguinario Suárez Mason. Gorriarán Merlo dice que esto demuestra que las cosas no eran como las quería hacer ver la propaganda de la dictadura: que la guerrilla era un grupo aislado de personas, sino que sucedía en todas partes, incluso en ciudades como San Nicolás.
Pero seguro que no: no se trató de grupos aislados, el apoyo a los revolucionarios de los 70 fue muy amplio, mucho más de lo que pretenden hasta hoy los sectores más conservadores de la sociedad, como la prensa o los círculos de profesionales ya establecidos que miran su juventud en aquellos años como en la borrasca del sueño. Sin embargo San Nicolás no era cualquier ciudad del interior bonaerense: la aristocracia obrera de Somisa, representada en su momento por Ignacio Rucci y luego por Naldo Brunelli, parecía entonces espejarse en la aristocracia de origen colonial, donde predominan los apellidos vascos. Del otro lado de la frontera, cruzando el Arroyo del Medio, la UOM de Villa Constitución estaba integrada por sindicalistas más combativos, sobre los que la represión cayó desembozadamente antes aún de que empezara la dictadura. En San Nicolás, en cambio, nada parece haber sido tan desembozado. La represión también fue feroz: pero más allá de historias que conozco apenas (familias destrozadas, asesinadas, desaparecidas), el movimiento revolucionario de la década del 70 ingresó a la ciudad del modo furtivo en que el yaguarón agita las aguas y socava las barrancas. Incluso lo monstruoso del animal legendario puede entreverse en la conformación de ese grupo de guerrilleros locales que llevaban apellidos vascos: nacidos para gobernar en las orillas de los arroyos, perpetraron la infracción escandalosa de remover las aguas grandes de la historia.
Recuerdo que un hijo de uno de esos guerrilleros era amigo de mis amigos y formaba parte, a su vez, de un grupo de muchachos del Normal (la Escuela Normal) que jugaban rugby. Vivía —y acaso aún viva allí— cerca de la casa de mi amigo Marcelo. Un día cualquiera de fines de los 70 iba aquél hijo con su barra y los saludamos, Marcelo y yo, de vereda a vereda. Entonces mi amigo dijo algo sobre el padre, mencionó vagamente la política y me dio a entender una situación casi sin palabras, sólo la agitación de unos términos, como los golpes a la puerta en Macbeth, el llamado de otro mundo que creíamos desvanecido. Ni más ni menos, el monstruo.



[1] Memorias de Enrique Gorriarán Merlo. De los setenta a La Tablada, Buenos Aires, Planeta, 2003.

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