Además de un límite, la frontera es eso que pone a las cosas en tránsito. Quien haya cruzado por una aduana las veces suficientes como para ver desvanecerse su pasado, sabe que lo que queda atrás, al convertirse en algo inacabado, algo puesto en pretérito de modo prematuro, adquiere una solidez mayor que la de los días por venir. Días que terminan por ser una especie de objeto luminoso lejanamente irradiado: uno apaga la luz y ahí está esa fosforescencia débil, mohosa.
San Nicolás es una frontera en muchos sentidos, no sólo el límite entre Buenos Aires y el “interior”, entre el país de Rosas y el de Urquiza: rodeada de arroyos, la ciudad se acerca al Paraná de un modo distante. Su casco más antiguo (donde se hizo el Acuerdo, donde los soldados de Rosas fusilaron a diez oficiales capturados en Córdoba, entre ellos un niño de 15 años, en 1831, durante la guerra entre Buenos Aires y las provincias; donde Cándido López se enroló en el batallón Guardias Nacionales al enterarse de la Guerra del Paraguay) se recuesta sobre el arroyo Yaguarón, que antes de pronunciar una vuelta casi completa se llama Arroyo del Medio, límite interprovincial entre Santa Fe y Buenos Aires. El gran río llega hasta sus costas indirectamente, tras sortear obstáculos de barro y sedimentos, y a través de uno de sus brazos, el Martín Chico. El Yaguarón corre entre camalotes y sauces flacos que en verano se tambalean envueltos en nubes de mosquitos, lame las maderas bicentenarias del muelle de cabotaje y pasa por la rambla que finaliza en el Club de Regatas, hasta que se topa con el Martín Chico en un punto sobre el que no hay mucho acuerdo, entre el Parque San Martín y el Puerto Nuevo, acaso en la bajada de barrio Cavalli, donde San Nicolás deja de ser la aldea colonial y adquiere la fisonomía de una ciudad litoraleña, levantada sin plan, con la estética proletaria de las casas bajas en un laberinto de calles y pasillos.
Arroyos: como si la naturaleza de la ciudad consistiera en retraerse, en reservarse de la magnificencia del río histórico, para dejarse estar entre las aguas escasas, más íntimas, de sus afluentes.
“En el barro”, me dijo Susana una tarde, entrada la primavera y la tarde, después de cerrar su librería, en la que compré los libros de mi adolescencia. El de Susana es uno de los patios más hermosos de San Nicolás: su casa tiene una fachada moderna, sobre calle Mitre, que disfraza en la entrada el caserón antiguo. Hacia adentro se está en territorio arroyeño: una glicina, un jazmín, un suelo de ladrillos y el corazón de una manzana varias veces centenaria. Susana, llegada de otra ciudad del interior bonaerense, es a su modo arroyeña: llegó a fines de los 60 y vivió ese florecimiento cultural de principios de los 70, cuando el Teatro Rafael de Aguiar estaba en su apogeo y llegaban profesores de teatro de Buenos Aires y la ciudad estaba de algún modo en la ruta de los grandes agentes culturales de entonces. Los nombres de escritores nacidos en San Nicolás que habían desarrollado su carrera literaria hacía menos de medio siglo, como Horacio Rega Molina o Manuel Peyrou, flotaban todavía en el ambiente. Decía que lo que Susana tiene de arroyeña se muestra en el orden cosmopolita de su librería; abundaban en los 70 los libros de Minotauro, los de Jorge Álvarez, los de Tiempo Contemporáneo, Fausto y Eudeba, pero también los de Espasa, los de Kapelusz, como si todo cupiera en esos anaqueles que nos enseñaban el vasto mundo y, a la vez, hacían de San Nicolás una visión tras los vidrios del ventanal, un espejismo que flotaba en la resolana ardiente del verano.
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