Bandos

Una media mañana de febrero de 2009 arreglo una cita con Vicente Primo Beccarini en la sede del Sindicato de Trabajadores Municipales de San Nicolás. Beccarini es uno de los sindicalistas más veteranos de la ciudad, fue el encargado de la seguridad de José Ignacio Rucci en los 60, se proclama “creador” de Naldo Brunelli y fue amigo de Enrique Gorriarán Merlo en la juventud, así como el que acompañó al guerrillero en sus últimos años, cuando ya había salido de la cárcel y pensaba asentarse y comprar una casa en las afueras de San Nicolás. Beccarini me interesa por esa relación con Rucci, por esa visión de bandos enfrentados en lo político sobre los que pesa una amistad entrañable, según lo que escuché de su relato por boca de otros. También, porque en ese relato fragmentario que quiero completar con la charla, San Nicolás es tanto el paisaje de esa frontera que persigo como el de una época que atravesé sonámbulo.
La del sindicato de Municipales es una casa humilde sobre calle Ameghino, entre Presidente Roca y Savio. Se perciben las reformas: han construido sobre el patiecito, a la izquierda del corredor central que alguna vez estuvo abierto, un par de piezas. En una de ellas, en la que da a la vereda, está Vicente Primo Beccarini. Leí algo de su historia en las Memorias que Gorriarán Merlo escribió mientras estaba en la cárcel de Villa Devoto. Otras cosas me las contó Mingo en asados en su casa de calle Pringles. No sé por qué esas cuestiones de tiempo atrás que no viví sino en su irradiación me dicen algo de mi vida: como si no fueran suficientes los recuerdos propios y hubiese que construir una memoria personal también con los ajenos.
La casa, entonces, tiene esas habitaciones relativamente nuevas. Es febrero, pregunto a una secretaria por Beccarini, al que llamé antes de salir de Rosario al celular. Me dice que lo espere y me siento contra la mampara, en un banco de madera, y espero. Mis hijos se quedaron con mi madre en la casa de la calle Chacabuco. Los imagino jugando en las montañitas de arena de mi infancia, cuando mi padre reformaba la casa, también ellos alimentan de su memoria de recuerdos ajenos. Pero me engaño: seguramente mi hija demora el momento de despertar a su hermano pequeño y gana tiempo para permanecer tranquila en la librería de mi madre con su taza de té con leche en la mano, adelantándose a su abuela para atender a un cliente.
San Nicolás tiene de patria, de morada, de paraíso perdido como la infancia, lo que tiene de frontera: algo se inició en su geografía y está en tránsito, no sé hacia dónde, pero es algo tan real como esa ausencia cercana que percibo mientras espero que me atienda Titi Beccarini. A menos de dos cuadras del sindicato donde estoy queda el hotel San Nicolás, donde paramos la primera vez que llegamos con mi madre y mi hermana a visitar a mi padre y, enfrente, el enorme playón donde almacenaba las garrafas Gas del Estado, sobre avenida Savio. En 1990, cuando Eduardo Mignona filmó Flop en San Nicolás, usó las viejas construcciones del predio para ambientar una cárcel de principios de los años 30. Hoy en esas instalaciones semi abandonadas se levantará un shopping como el Alto Rosario, es decir, tal como se ha propalado en los diarios, se construirá sobre la base de los galpones ya existentes, que quedarán restaurados y recuperados para la ciudad. Mi amigo Gustavo fotografió el predio hace unos meses y puso las imágenes en su perfil de Facebook: por unos agujeros en los techos de chapa descendían rayos de sol dorados que teñían de fuego el interior. Le puse un comentario que decía: “Es un lugar que parece haber nacido viejo, ¿no? Recuerdo que fue el primer lugar que conocí de San Nicolás porque paramos en el hotel que está enfrente. Tiene una radiación muy particular que emite algo así como una pertenencia, la foto de la puerta que dice «nchester» [por «Manchester»] tiene un objeto sublime, la de la chata metida en el galpón es un cuento excepcional”. A continuación, Gerardo De Sensi (un ex compañero de la Enet 1 que está entre los amigos de Gustavo) puso: “Te cuento que mi suegro, Juan Toto Ghío, fue el que le sugirió a Mignona este lugar para la locación de la película, ya que el director estaba buscando un lugar parecido a la vieja cárcel Nacional de Las Heras (en Capital) donde Toto estuvo preso político allá por los 50 y como viejo habitante de San Nicolás conocía al dedillo toda su historia. Él falleció hace tres años, si no nos hubiera contado con lujo de detalles la historia del lugar”.
Vuelvo al mediodía de febrero en el que me encuentro con Beccarini. “Pero no vayas —le dice Beccarini a uno de sus entenados por el celular—, porque si vas levantás la perdiz.” Del otro lado de la línea el entenado lo mantiene al tanto de una asamblea.
Desde que me atendiera, Beccarini me cuenta las cosas de entonces, de cuando Gungo (Gungo le decían a Gorriarán Merlo) había desaparecido de la escena y él se encontraba con Rucci en la canchita de Proto. De cómo lo vio por última vez a Gungo, muy a principios de los 70: “Le pagaba la cena a unos muertos de hambre”, dice. Se lo había cruzado en una parrilla de Villa Constitución y esa misma noche había terminado en casa de sus padres (de los de Gungo), ahí en la casona de Mitre al 300. “Lo usaban”, dice Beccarini. “Le usaban la plata”, dice.
Pasaron más de treinta años desde esa noche hasta la mañana de 2002 en la que sonó el celular de Beccarini, que ahora está sobre la mesa. Titi levanta el aparato y lo blande en la mano. Me dice que cuando del otro lado le dijeron “Es Gungo, Titi”, no podía reaccionar.
Vicente Beccarini, hoy secretario general del Sindicato de Municipales nicoleño. Pero hace más de cuarenta años, cuando vivía en el San Nicolás industrial de los 60, se iniciaba en la actividad sindical en Proto, la fábrica de llantas que se alza sobre una lomada en la ex ruta 9, a unos dos o tres kilómetros del arroyo Yaguarón. Ahí, en una cancha de fútbol para empleados de la planta que todavía está en la parte posterior del terreno, se juntaba con Rucci, acaso su mentor y uno de sus mejores amigos (el retrato de Rucci, que hasta su privatización gobernó, aún en la dictadura, el hall de entrada del sanatorio de la UOM —ahora Nuestra Señora del Luján, en Mitre y Lamadrid—, recibe al visitante en la casa del sindicato de Municipales). Beccarini compartió con Gungo el Colegio Nacional, las salidas de la adolescencia, esa vida fronteriza que al menos era frecuente en San Nicolás hasta hace pocos años: la de las clases sociales que se mezclan en el boliche, la casa familiar, el club, el río. También, esa otra frontera: las orillas de algo que se amasa en la intimidad y proyecta una sombra que de a poco alcanza la cosa más grande de la historia. La llamada a la que se refiere Beccarini fue hecha desde la cárcel de Caseros en algún momento de 2002, un año antes de que Gorriarán Merlo fuera liberado. La última vez que se habían cruzado, Gorriarán Merlo le había pedido a Beccarini que intercediera ante Rucci a fin de obtener garantías para los sobrevivientes de la Masacre de Trelew, en el año 1972. “Siempre estuvimos en bandos enfrentados —dice Titi—, pero nos queríamos como hermanos”.
En la canchita de fútbol de Proto Beccarini había conocido a los zurdos, a los de la UOM de Villa (por Villa Constitución): demasiado preocupados por los objetivos antes que por los problemas concretos, personales, de los trabajadores, es más o menos lo que Titi les objeta. Los había regañado por eso, incluso, pero Rucci le dijo que no valía la pena.
Titi había formado la guardia de seguridad de Rucci, lo había acompañado a Tucumán y había avanzado por el pasillo central de un teatro colmado de militantes de izquierda que le gritaban traidor y burócrata. Rucci, cuenta Titi, avanzó hasta el escenario, agarró el micrófono y empezó a hablar. Y habló. Y a medida que hablaba Titi comenzó a relajar la mano derecha, que tenía clavada en la cintura, cerca del revólver. Y para cuando Rucci terminó de hablar las fieras se habían calmado y lo aplaudían. La otra escena que me cuenta es la del día que mataron a Rucci: iba manejando el auto hacia Capital cuando escuchó la noticia.
Y viene esa historia tras la que fui: el reencuentro, entrada la década del 2000. Gungo sale de la cárcel y busca restablecerse en San Nicolás. La última imagen que Gorriarán Merlo suelta de San Nicolás en su libro data de 1994: un paseo en auto, clandestino, las cuadras de la infancia, cuando ya ni siquiera sobrevive la tienda Adúriz, en San Martín y Mitre (donde su abuelo tenía el negocio y en ese entonces funcionaba aún el banco BID), el club Belgrano en Pellegrini entre Roca y Savio, la entrada por calle Nación desde la autopista, con la plaza triangular de barrio Garetto, como un sobreviviente de los tiempos en que un barrio era también un lugar para ganar el afuera.
“Iba a comprarse una casita acá”, dice Titi, y me habla de un chalet sobre la autopista, allá en lo que fue la zona de viñedos y de quintas, entre las dos entradas de la ruta 9 (la de calle Nación y la de avenida Irigoyen, que se convierte en la ruta nacional 188 y es la primera viniendo desde Buenos Aires). En la misma zona, en calle Cavalli al fondo, está la bodega de los Lagostena, un edificio con dos enormes tanques industriales en el subsuelo a los que iba a parar, hasta principios de los 70, el vino que salía de las uvas que se cultivaban en el campo que la rodea. El edificio, me dice Mingo, es de 1880. Los abuelos de Hugo Lagostena vivieron allí y fabricaron vino desde entonces. El campo, que ha perdido algunas hectáreas, tiene ahora una pequeña lonja destinada a unas vides de Cabernet Sauvignon, Malbec, Torrontés, Merlot y Pinot Noir que Mingo y Fernando compran sin embargo en Colonia Caroya, Córdoba. El lugar, que desde la autopista parece un llano polvoriento, prolifera en historias a medida que uno se adentra. Es como esas canciones clásicas del folclore: su misterio está en repetirse, en hacerse igual y darnos un lugar para hallar la diferencia.
 Rucci y su escolta nicoleña en una foto cedida por Beccarini.
 
Gorriarán Merlo iba a comprarse ahí la casa y en eso estaba, acompañado por Beccarini, en fabricarse el descanso del guerrero, rendirse al “plan simple”, cuando lo sorprendió la muerte.

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