Un plan simple

Dice mi esposa (para usar la célebre fórmula del teniente Columbo, cuya escena conyugal nunca llegamos a conocer los televidentes que lo seguimos durante décadas) que en San Nicolás se percibe algo así como “un plan simple”: la gente trabaja, tiene su casa, va al bar, a la confitería, sus hijos crecen en casas con patio y los sábados a la tarde pasean por los negocios de Mitre y Nación. El “plan simple” sería también una suerte de respuesta al plan un poco más enrevesado o más sacrificado del héroe (me refiero a la figura literaria clásica). San Nicolás vendría a ser así el descanso del guerrero, el lugar donde el héroe desoye el llamado del deber y decide asentarse, tener hijos, abandonar la lucha eterna.
Yo percibí ese plan cuando aún no le había puesto nombre (ni a través de mi esposa ni de la literatura), la primera vez que estuve en el Barrio Somisa, a 9 kilómetros del centro y sobre el arroyo Ramallo, que es el límite entre el partido de San Nicolás y el de Ramallo.
Creado a principios de los 50 y como parte del plan siderúrgico del peronismo (que se extendió desde Capital, pasando por Zárate y Campana, hasta Villa Constitución), los primeros que habitaron el barrio, me enteré hace muy poco, fueron los ingenieros norteamericanos que montaron la acería —y hay que decir que llegar a San Nicolás por las vías del ferrocarril o la autopista cuando ya había caído la noche, hasta principios de los 90, era aproximarse a un paisaje de alucinación en la llanura: la enorme chimenea de esa silueta de ciudad que era Somisa coronada por una bola de fuego y una cortina de humo blanco que distorsionaba las luces en el horizonte.
 Foto personal de Fany Perelli. Barrio Somisa, ca. fines de los 60. Tomada del grupo «Los de Somisa» en Facebook

El Barrio (como se le decía en mi época: el colectivo de Tanhsa que llevaba a los alumnos de la Enet 1 hasta allá tenía un cartel que simplemente decía “Barrio”, como si la condición de zona de viviendas alejada, por fuera del casco, sólo le perteneciera al Barrio Somisa y el solo “Barrio” diera por sobreentendido que todo lo demás era extramuros e innominado) era, mientras duró la normativa que prohibía montar negocios en las casas y, también, impedía a sus habitantes adquirir o vender la propiedad, un suburbio de chalets con jardines en medio de un parque. Las casas de techos a dos aguas con tejas rojas iban perdiendo distinción a medida que se pasaba del 1 (donde residían los directivos) al 2, que llegaba hasta donde estaba la escuela, el hotel de solteros y la iglesia de acero; el 3 y el 4, que terminaba casi en el borde posterior del parque donde los 21 de Septiembre se festejaba el Día de la Primavera. Salvo el barrio 1, separado del resto por un extenso sector parquizado, no hay una marcada división entre los barrios, sólo las garitas de la parada de colectivos en el cantero de la Avenida Central y el diseño de las casas: más grandes e importantes en el 1 y el 2 y más pequeñas en el 3 y 4. Hace unos pocos años estuvimos de nuevo en la casa de Fernando, en el barrio 1, y salimos a recorrer en bicicleta el arroyo con mi hija y una amiga suya: los caminos internos del parque, que contra el arroyo suben y bajan pequeñas lomadas y serpentean entre accidentes discretos y domésticos, estaban llenos de pozos y los pastos llegaban a tapar a un hombre. Nos comieron los mosquitos. A mitad de camino entre la subida del barrio 4 y la bajada del 2 estaba el balneario, que hasta principios de los 80 solían alfombrar de arena.

Las casas, salvo las del barrio 2 y, sobre todo, las que estaban sobre la Avenida Central, tenían cercos de vallas de madera y unas veredas de cemento entre franjas de verde (hay que decir que esa arquitectura subsiste, si bien ahora deformada por quioscos, tiendas y cuanto negocio haya surgido con las indemnizaciones o los premios a mediados de los 90). Los domingos, el playón de la iglesia, a un costado de la escuela (otro de esos edificios maravillosos del racionalismo), se llenaba de autos y la gente iba a misa. La iglesia Nuestro Sagrado Corazón es una monumental construcción de acero que dibuja una cruz perfecta que en el pasado veíamos con asombro en fotos aéreas y hoy podemos contemplar metiéndonos en Google Earth o WikiMapa: sin embargo, el fácil acceso a la imagen que ofrece internet no hace más que magnificar lo imponente de la construcción, como si su corporeidad fuese también un testimonio de algo que sólo acontece en el mundo tridimensional de la materia. Los cuatro grandes edificios que están en esa misma línea de la iglesia son la escuela, el club (hacia el arroyo, en el borde del parque) y, del otro lado de la Avenida Central, hacia el norte, el Hotel de Solteros, donde hoy funciona una escuela secundaria.

El Hotel de Solteros, cuyo nombre pasó con fascinación por mis oídos durante años, es la clave de ese “plan simple” al que bien podemos considerar también como un plan ficticio. Que hubiera un hotel para aquellos que llegaban aún sin familia a trabajar a Somisa, y que ese hotel estuviese en el corazón del barrio, daba la idea de una planificación no sólo con respecto a la ubicación de la gente que trabajaría en la acería, sino del tipo de radicación que se pretendía para el personal de la planta.
Al fondo, sobre la avenida y casi al final del barrio 4, entre las calles 31 y 32 Oeste, estaba Copesa, la cooperativa de consumo que tenía los únicos negocios autorizados: farmacia, carnicería, tienda, zapatería, librería, entre otros negocios y, a un costado, un tinglado, como si fuera un medio cilindro acostado, donde funcionaba la proveeduría. En una manzana y media, según recuerdo de las veces que me quedaba a dormir en la casa de mi amigo Pablo Díaz (su madre, Titi, era la encargada de compras de la cooperativa), en la calle 30 Oeste, e íbamos a hacer mandados, la gente se encontraba para hacer las compras y ese encuentro era también una manera de ganar la calle mientras se iba de local en local. Como si cada lugar del barrio fuese expansivo, centrífugo, planeado para difundir la buena nueva de “la movilización industrial”, como titula Manuel Savio el libro en el que promueve sus ideas.
El barrio, donde estuve tantas veces, era en realidad la puerta a otra dimensión. Además, era un paisaje de película —literalmente: ese tipo de urbanizaciones comenzaron a popularizarse en Estados Unidos en los 50, por lo que la memoria de los realizadores de películas las recuperaron como escenografías a fines de los 60, principios de los 70—, se vivía afuera, en los patios que se conectaban a través de la ligustrina, en la calle, en el parque, y al volver una tarde al centro y ver desde el colectivo de Tanhsa, bajo las luces ya encendidas de la cancha frente a la escuela, en la avenida central, un grupo de amigos practicando rugby, era como estar atravesando un film norteamericano. Después, cuando el colectivo retomaba la avenida Savio y pasaba el portón del Golf Club, el hotel Colonial, el barrio quedaba atrás como “una procesión en las nubes”.
Muchas veces llevé a amigos de Rosario o de Buenos Aires a conocer el barrio Somisa. El paseo por el camino — ahora lleno de pozos— que bordea el arroyo, la iglesia de acero, la Avenida Central; les señalaba allá, hacia la autopista, las ruinas de la Rycsa, una siderúrgica que cerró hace medio siglo y dejó un pequeño dique y unos edificios que fueron mutando hasta convertirse en un parador, un club de pesca y un balneario. Mientras circulábamos por esa escenografía de película, caía en la cuenta de que mi paso por esos lugares era de algún modo ficticio, no por irreal, sino por haber construido una relación con cosas que no estaban del todo ahí, sino en esa frontera entre la memoria y el deseo.

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