contratapa

«Muchas veces llevé a amigos de Rosario o de Buenos Aires a conocer el barrio Somisa. El paseo por el camino — ahora lleno de pozos— que bordea el arroyo, la iglesia de acero, la Avenida Central; les señalaba allá, hacia la autopista, las ruinas de la Rycsa, una siderúrgica que cerró hace medio siglo y dejó un pequeño dique y unos edificios que fueron mutando hasta convertirse en un parador, un club de pesca y un balneario. Mientras circulábamos por esa escenografía de película, caía en la cuenta de que mi paso por esos lugares era de algún modo ficticio, no por irreal, sino por haber construido una relación con cosas que no estaban del todo ahí, sino en esa frontera entre la memoria y el deseo.»

A mi hijo Vicente.

A Mariela Mangiaterra, mi esposa, que en sueños probó de la cajita donde guardo tierra del patio de mi abuela, en Paysandú, Uruguay.
 
 

Al poeta Andrés del Pozo, que me envió
una baldosa de la casa natal donde nací

Oh tú, que al repertorio de mis penas
envías de mi casa una baldosa,
en la que el tiempo, que jamás reposa,
fijó recuerdos y detuvo arenas.

Pequeño territorio donde apenas
cabe mi pie, y adolescente rosa
por su color; y por su forma, losa
del primer niño que se ahogó en mis venas.

Cuando pienso en el patio y su rumores,
en el hueco dejado, y que así rueda
hasta mi amor, abandonando amores,

en parecida soledad me encierro,
pues desde ahora todo lo que queda
fuera de esa baldosa es mi destierro.

Horacio Rega Molina, Oda provincial.

Señas

Me ha pasado, en Buenos Aires por ejemplo, que un amigo se muda, o que visito por primera vez la casa de alguien, incluso en Rosario, sentir que había caminado antes por esa calle. Una esquina, un zaguán, el dibujo de una cuadra disparan un recuerdo impreciso. Como si otro yo me hiciera señas desde la vereda de enfrente. Señas vagas: bastan para despertar cierta nostalgia, pero son insuficientes para ponerla en marcha, para convocar su cosa más material, el cuerpo de un recuerdo, el olor de una mañana cenicienta de escuela como las que conocí en la infancia. Reconozco las señas, no mucho más. Reconozco una arquitectura del tránsito que vuelve más visible un recorrido: ese con el que de alguna manera percibo mi vida. Ver, como dice Pavese, es haber visto. Pero lo que suele pasarme es que el haber visto apenas empuja esto del ver, es decir: apenas si el ver por segunda vez cobra cuerpo. Las cosas pasaron: estuve ahí, vuelvo, pero debo encontrar todavía al sujeto de ese tránsito.
Sucede que la cualidad de esos lugares es inseparable de la experiencia y esa experiencia todavía está en el umbral, ni se agotó ni fue confinada al otro tiempo y lugar del pasado mítico. Lugares de paso porque en algún momento algo pasó por ellos: la vida de un amigo, en la que contemplé una intimidad, una cotidianidad, la construcción de una rutina hecha de fragmentos de la mía, en algo parecida y a la vez rotundamente distinta. Lugares en los que se produce una bifurcación y me enseñan el camino no tomado, lo no elegido de la elección, la moira griega que es también una figura del destino. Y es un destino que se elabora hacia atrás: mirando lo que no se hizo, con el recuerdo del momento en que se llegó tarde, como si se hiciera próximo un futuro que se había desvanecido en los años buenos.
Hasta los once años viví en Paysandú, donde nací. Las estampitas del catecismo que me ofrecieron mis padres eran los retratos de Lenin, Trotsky y los combatientes anónimos, encasquetados con un gorro ruso, los rostros carcomidos por la barba, la intemperie y el hambre y, sin embargo, la dichosa esperanza, la beatitud revolucionaria. Un día, cuando ya estábamos radicados en Argentina, mi madre, de visita en Uruguay, me llevó a visitar a un viejo compañero del Partido Socialista, acaso lo más parecido que tuvo mi madre a un maestro, un viejo debidamente proletario, culto, seductor, sensible, que me habló del arte de la radiestesia para encontrar agua subterránea con una rama en forma de horquilla, y me habló de espíritus, de cosas que están entre este y el otro mundo. Mi madre se excusó de algún modo, al decirme que su viejo maestro no había perdido la lucidez, pero que acaso los años, el desencanto de la política, esas cosas, habían afectado su percepción de la realidad: ahí estaba, frente a ese gurú del socialismo materno, sin poder sonsacarle una sola enseñanza en la que también creyera mi madre. De vuelta al orbe familiar de las ideas, el tránsito parecía haber trastocado las cosas de tal forma que ni siquiera podía atestiguar por ese mundo ido.
San Nicolás de los Arroyos, la ciudad a la que llegamos con mi familia en 1975, ese paraíso metalúrgico e industrial del norte bonaerense, en el límite histórico con “el interior” (término que siempre debe entrecomillarse), se parece, en la percepción familiar, a ese infierno pagano (“pagano” —más comillas— en el sentido de esa conversión social-positivista y laica con la que en Uruguay se catequizó a generaciones de progresistas) con el que mi madre se topó en la conversación de su antiguo gurú político. San Nicolás es, además del último fortín de lo bonaerense, territorio fértil para la magia y la superstición, pero sin el horizonte socialista.
Claro que todo eso yo no lo sabía cuando llegué, ni lo supe hasta largo tiempo después.
Saber, como saber, no sé mucho. Lo que pude tantear fue una frontera: una frontera temporal que se abre en los lugares y se manifiesta como un tránsito.

Ahora vuelvo a San Nicolás para ver a mis padres, para estar en la casa de la calle Chacabuco, en los setenta metros de patio —cuando llegamos a esa casa, en el 79, desmalecé el fondo, que era una jungla doméstica con caminos entre plantas esqueléticas de la altura de un gigante, hoy una patria cercana. Vuelvo para ver amigos. Mingo (Walter Álvarez) publicó hace cuatro años El vino nicoleño, en el que reseña los cien años de vitivinicultura de la ciudad: desde los inmigrantes italianos que se fabricaban su propio vino a fines del siglo XIX hasta las producción industrial que floreció en la década de 1940 y se mantuvo próspera hasta entrados los 60. Mingo nos ha enseñado a Fernando, a Gustavo y a mí el San Nicolás de los viñedos (la última vendimia se hizo en el 86: en las afueras había bodegas industriales cuyos galpones todavía se yerguen desfigurados por el desarrollo urbano o solitarios, como almacenes en desuso en un pobre paisaje semi-rural) y en ese entrar a un San Nicolás que ignoraba también me deslizo hacia una especie de pertenencia.
Sin embargo, lo que más me inquieta es algo que percibo como si fueran recuerdos ajenos de épocas felices: la frontera, o mejor la zona permeable de la frontera entre la dimensión histórica de San Nicolás y la dimensión biográfica. La ciudad puede ser un oráculo: en sus enigmas contemplo con sorpresa el pasado.

Savio

Al principio, antes de que construyeran la autopista Buenos Aires-Rosario, San Nicolás fue una avenida: la ruta 9, que al atravesar la ciudad se convertía en la avenida Savio.
Manuel Nicolás Savio (1892-1948), “el argentino que forjó el acero”, como lo define Raúl Larra, fue el ingeniero militar que impulsó la industria siderúrgica argentina. Creó la Escuela Superior Técnica en 1930 y escribió la ley que daría lugar a la creación de la Dirección General de Fabricaciones Militares durante la presidencia de Roberto Ortiz. Concibió el Plan Siderúrgico Argentino (Plan Savio) que dio lugar a la formación de Altos Hornos Zapla en Jujuy y de Somisa (Sociedad Mixta Siderúrgica Argentina) en 1947, aunque el plan se pondría en marcha en 1958, durante el gobierno de Arturo Frondizi. Una de las tantas fotos de las movilizaciones nicoleñas por la privatización de Somisa, en 1991, muestra a los manifestantes que avanzan por la 9 de Julio, en Buenos Aires. Dos de los hombres que están al frente (uno de ellos en ropa de trabajo Ombú, el otro con una campera de gabardina de cuello tejido como las que se usaban en los 70) blanden ante la cámara la imagen de Manuel Savio —el mismo retrato que recibía a los alumnos en la entrada de la Enet Nº 1: el general en su traje de ceremonia blanco, con la gorra y los laureles en la solapa— y la imagen de la Virgen del Rosario, figura que Naldo Brunelli, secretario de la UOM San Nicolás, plantó en casi todas las tarimas desde las que habló a los trabajadores de la ex Somisa en las movilizaciones de resistencia a la privatización que llevaba adelante María Julia Alsogaray. “María, esperanza nuestra, confiamos en Ti”, dice la pancarta de la Virgen. Si se lo piensa, la foto es en varios sentidos emblemática. Savio y la Virgen son imágenes que coinciden excepcional y fugazmente; signos de épocas muy distintas y hasta enfrentadas: los trabajadores industriales que asisten al derrumbe de su mundo, la virgen fenoménica que, en las exegéticas palabras de Bloy, siempre es “testigo de un dolor infinito”. Pero lo más inquietante es que de algún modo el pedido a la virgen en la pancarta se cumple, la virgen prevalece en el futuro y, como los sueños cumplidos, la plegaria atendida adquiere un efecto siniestro.

Pero vuelvo a 1975, cuando el general ingeniero Julio Ángel Maglio era todavía el presidente de Somisa y Naldo Brunelli, representante de los trabajadores, integraba el directorio[1], como si en el interior de esa enorme empresa se cumpliera el Pacto Social del peronismo. Mi madre, que ya lo había dicho antes de que conociéramos la ciudad, volvió a decirlo cuando bajamos con mi hermana del Tirsa en Savio y Mitre: “¿Vieron que es todo llano?”. La cuchilla de Haedo quiebra el paisaje de Paysandú que, como gran parte del Uruguay, se extiende entre colinas y pedregales, con ríos que corren bajo un puente allá en la ruta, entre bosques frondosos. En cambio San Nicolás era esa avenida sobre el llano y calles que se extendían hacia el río y se desvanecían en la chatura. Además, calles cuya numeración avanza de a cincuenta números por cuadra, de modo que para ir del 0 al 100 hay que hacer dos cuadras y, así, según había observado mi padre, parece que no se avanza. En un paisaje de colinas, como el de Paysandú, la percepción de las cosas juega con la geografía: una subida oculta un atajo, una bajada muestra un camino. En el llano las cosas se ocultan con su alejamiento. Las ciudades aparecen de repente en la carretera, los perfiles de una calle quedan desdibujados en doscientos o trescientos metros. El llano vuelve uniforme la percepción pero la hace también más sutil: hay que buscar el modo de hacer visible las cosas, o de quitarlas de la vista.
San Nicolás fue durante largo tiempo lejana. El sol caía a plomo sobre las calles del casco céntrico: angostas, antiguas, sin sombra. Próxima a la cosa gringa del sur de Santa Fe y, sin embargo, con un rostro tan bonaerense: algo íntimo que se retrae.



[1] Andrés Carminati, “Políticas patronales al interior de SOMISA entre 1973 y 1976”, en www.fmmeducacion.com.ar/Historia/Notas/Carminati_somisa.doc.

Tránsito

Además de un límite, la frontera es eso que pone a las cosas en tránsito. Quien haya cruzado por una aduana las veces suficientes como para ver desvanecerse su pasado, sabe que lo que queda atrás, al convertirse en algo inacabado, algo puesto en pretérito de modo prematuro, adquiere una solidez mayor que la de los días por venir. Días que terminan por ser una especie de objeto luminoso lejanamente irradiado: uno apaga la luz y ahí está esa fosforescencia débil, mohosa.
San Nicolás es una frontera en muchos sentidos, no sólo el límite entre Buenos Aires y el “interior”, entre el país de Rosas y el de Urquiza: rodeada de arroyos, la ciudad se acerca al Paraná de un modo distante. Su casco más antiguo (donde se hizo el Acuerdo, donde los soldados de Rosas fusilaron a diez oficiales capturados en Córdoba, entre ellos un niño de 15 años, en 1831, durante la guerra entre Buenos Aires y las provincias; donde Cándido López se enroló en el batallón Guardias Nacionales al enterarse de la Guerra del Paraguay) se recuesta sobre el arroyo Yaguarón, que antes de pronunciar una vuelta casi completa se llama Arroyo del Medio, límite interprovincial entre Santa Fe y Buenos Aires. El gran río llega hasta sus costas indirectamente, tras sortear obstáculos de barro y sedimentos, y a través de uno de sus brazos, el Martín Chico. El Yaguarón corre entre camalotes y sauces flacos que en verano se tambalean envueltos en nubes de mosquitos, lame las maderas bicentenarias del muelle de cabotaje y pasa por la rambla que finaliza en el Club de Regatas, hasta que se topa con el Martín Chico en un punto sobre el que no hay mucho acuerdo, entre el Parque San Martín y el Puerto Nuevo, acaso en la bajada de barrio Cavalli, donde San Nicolás deja de ser la aldea colonial y adquiere la fisonomía de una ciudad litoraleña, levantada sin plan, con la estética proletaria de las casas bajas en un laberinto de calles y pasillos.

Arroyos: como si la naturaleza de la ciudad consistiera en retraerse, en reservarse de la magnificencia del río histórico, para dejarse estar entre las aguas escasas, más íntimas, de sus afluentes.
“En el barro”, me dijo Susana una tarde, entrada la primavera y la tarde, después de cerrar su librería, en la que compré los libros de mi adolescencia. El de Susana es uno de los patios más hermosos de San Nicolás: su casa tiene una fachada moderna, sobre calle Mitre, que disfraza en la entrada el caserón antiguo. Hacia adentro se está en territorio arroyeño: una glicina, un jazmín, un suelo de ladrillos y el corazón de una manzana varias veces centenaria. Susana, llegada de otra ciudad del interior bonaerense, es a su modo arroyeña: llegó a fines de los 60 y vivió ese florecimiento cultural de principios de los 70, cuando el Teatro Rafael de Aguiar estaba en su apogeo y llegaban profesores de teatro de Buenos Aires y la ciudad estaba de algún modo en la ruta de los grandes agentes culturales de entonces. Los nombres de escritores nacidos en San Nicolás que habían desarrollado su carrera literaria hacía menos de medio siglo, como Horacio Rega Molina o Manuel Peyrou, flotaban todavía en el ambiente. Decía que lo que Susana tiene de arroyeña se muestra en el orden cosmopolita de su librería; abundaban en los 70 los libros de Minotauro, los de Jorge Álvarez, los de Tiempo Contemporáneo, Fausto y Eudeba, pero también los de Espasa, los de Kapelusz, como si todo cupiera en esos anaqueles que nos enseñaban el vasto mundo y, a la vez, hacían de San Nicolás una visión tras los vidrios del ventanal, un espejismo que flotaba en la resolana ardiente del verano.


Yo creo que sí, que hay algo del “barro” que mencionaba Susana en ese ánimo que lleva a la ciudad a permanecer en el sosiego de las aguas del arroyo. El día que despedíamos a mi amigo Juan Pablo en su casa paterna del barrio 2 de Somisa, su madre hizo una distinción entre “arroyeños”, los que de alguna manera pertenecen a la historia de San Nicolás anterior a los inmigrantes italianos y a Somisa; y los nicoleños: transeúntes que montaron campamento en una ciudad que es siempre ajena y distante sobre el llano. Creo entonces que aquél barro esconde algo petulante —aunque portentoso—, un espíritu de frontera que vuelve a San Nicolás arroyeña, como si nada —en la geografía o en la historia— tuviese la fuerza suficiente para despertarla de un ensueño en el que anida el resplandor de una grandeza anhelada.

El río inminente


La pampa tiene un bestiario, o la pampa tiene, en la imaginación romántica nacional, la cualidad de bestializar su paisaje: la multiplicación del ganado en la llanura, hombres para quienes “matar o morir es indiferente”. En cambio el monstruo, único en su especie, manifestación escandalosa de una fuerza que se quiere o pretende extinta, endemoniado, parece haber quedado relegado al río y, en particular, a este río Paraná que corre sobre una grieta geológica, separando el paisaje de colinas de Entre Ríos de la llanura bonaerense y santafesina. En esta orilla circula la leyenda de origen chaná del Yaguarón, animal fabuloso con cuerpo de yacaré, agallas, cabeza de perro y terribles colmillos con los que roe la base de las barrancas.
Como el animal mitológico, que nunca se manifiesta y del que, según la leyenda, sólo se perciben sus ruidos o parte de su cuerpo en el agua revuelta, el Paraná es una inmanencia en San Nicolás. El arroyo lo anuncia, la laguna del Saco —entre el Yaguarón y el brazo Martín Chico—, el arroyo Ramallo, junto al que se levanta el barrio Siderurgia Argentina o Somisa; pero el Paraná está más allá y sólo de vez en cuando se ve en el canal, tras el islote que se extiende frente a la costa, un enorme barco carguero que parece avanzar por la tierra, entre los espinillos, como una alucinación.
Le escribo un correo electrónico a Mingo para que me saque de dudas sobre este asunto. Mingo responde: “El Yaguarón pasa frente a la costa nicoleña y finaliza su recorrido aproximadamente entre el Parque San Martín y el Puerto Nuevo. No hay acuerdo sobre ese límite. Hay una gran olla frente a la costa que se llama El Saco (¿sus aguas son las del Yaguarón, las del Paraná?, interpretalo vos). El río Paraná propiamente dicho, es decir por donde pasan los barcos cargueros grandes, está atrás de la ciudad. Podría decirse que el Paraná toca a la costa a la altura del Puerto Nuevo. Se le llama El Canal, porque efectivamente es un espacio reducido y más profundo por donde navegan los barcos. También se lo conoce como Hidrovía. El arroyo Martín Chico tiene un nombre hermoso y muy funcional a tu relato, pero no toca la costa, ya que el canal es el límite entre San Nicolás y Entre Ríos. El Martín Chico está del lado entrerriano”.
Pero en la escena inaugural del primer verano que estuvimos en San Nicolás, la costa del río inminente fue la esquina de León Guruciaga y la avenida de la rambla (hoy Juan Manuel de Rosas), donde funcionaba un bar con patio cervecero, una casa de madera con un maravilloso faro de fantasía y rejas de alambre de hierro). Las calles ahí se tuercen y la arquitectura de las casas se mezcla: hay varias casonas por calle Guardias Nacionales convertidas en conventillos, viviendas prefabricadas, el mismo ex bar El Faro tiene ese aspecto, y las más sólidas, las que nacieron cuando el Puerto de Cabotaje dejó de ser propiamente el puerto de la ciudad y su viejo muelle y su parque —descontaminados de las marcas del trabajo— alentaron aires pintorescos en los que alzaron sus casas familias pudientes. El viejo bar El Faro, donde mi padre nos llevó a conocer el rostro festivo de una noche de verano nicoleña, me mostraba la familiaridad del paisaje portuario fluvial, que era el que conocía en Paysandú; las calles que bajaban por la barranca cortada y serpenteaban hacia el casco céntrico. Porque en ese ángulo de la ciudad, donde la cuadrícula urbana colonial se deforma, puede verse también esa puja entre el trabajo del hombre y la geografía. Lo que muestra un accidente urbano (una casa que se acomoda a una pendiente, una calle que recorre un arroyo, una manzana que se parte contra las vías) es la edad misma de la ciudad: una interrupción en su plan, el modo en que se improvisó o se actuó con la única guía de la necesidad. “La chopería”, como la llaman mis padres, incluso con nostalgia, saludando en ese “la” el carácter único que tiene en su memoria, tuvo un intento de reapertura, si no me equivoco, en los tempranos 90. Pero no prosperó. La razón, aunque la ignoro, me parece que la adivino en un detalle que se repite en San Nicolás: las cosas que brillaron en algún momento del pasado conservan un fulgor más poderoso en el recuerdo, porque sólo el arroyeño las atesora y eso las vuelve una joya mitológica.
Foto personal de Sergio Ligorria, ex alumno del autor en el colegio Don Bosco, cedida a través de Facebook. Ca. 1974.

Esa noche, u otra, pero en ese mismo escenario, mi madre nos mostró a mi hermana y a mí “una calle que es una escalera” que había conocido en su infancia, cuando su padre —mi abuelo Horacio, veterinario, aficionado a los pájaros, batllista y amigo de la familia de Pepe Batlle y Ordóñez, con una discreta y larga carrera política— llegó a San Nicolás tras el rastro de alguna especie de cardenal o algo por el estilo. La historia era más o menos así: aburrida mientras mi abuelo cargaba jaulas, plantas y bártulos en un coche alquilado, mi madre descubría esa calle con la escalera. Entonces quiso bajarla, ir a conocer el hueco de sol allá al final de la galería de tilos y jacarandás. Pero mi abuelo se lo prohibió y la hizo volver al carro. Más de veinte años después ella y sus hijos emprendieron esa pequeña aventura. La calle-escalera es la Bajada Belgrano: casi doscientos metros que Rafael de Aguiar (1703-1758), el fundador de San Nicolás, le hizo cortar a la barranca para llevar su ganado a tomar agua al río. La escalera termina en la rambla sobre el Yaguarón y, más precisamente, en el mástil que conmemora el paso de Belgrano por la ciudad, en 1810, con su Ejército Expedicionario rumbo al Paraguay. El mástil de granito se alza en un círculo de cemento, al centro de una rotonda donde termina la rambla y está la entrada de autos del club de Regatas.








Islas

La isla de Lechiguanas, que está frente a Regatas, tras cruzar el Martín Chico, fue, según el mito popular nicoleño, lugar de entrenamientos en los albores del Ejército Revolucionario del Pueblo. Que Enrique Gorriarán Merlo, Benito Urteaga o Carlos All —todos de familias más o menos conocidas en San Nicolás— hayan pertenecido al ERP alentó todo tipo de historias y acaso esas historias remiten al hecho de que la mayoría de los pertenecían a la misma clase social que de algún modo administra políticamente  la ciudad: en su adolescencia y juventud compartieron los mismos sitios de reunión, los mismos paseos, como las incursiones en la isla, a la que sólo se accede en lancha particular. En sus Memorias[1], Gorriarán Merlo se refiere al asunto, aunque menta, como lugar de formación en la militancia y la lucha armada, Rosario y sus alrededores, que se extienden hasta el barrio Acindar de Villa Constitución. Pero lo que sí puede afirmarse es que en julio de 1970, en la isla de Lechiguanas se realizó el VI congreso del PRT-ERP, una reunión secreta en la que se juntaron cuarenta militantes llegados de todo el país, entre ellos Roberto Santucho y su hermano Asdrúbal. Como dato curioso, Gorriarán Merlo dice que el lugar elegido era un rancho solitario y que allí cerca había un ruso, Alejandro Kachevinsky, que llevaba vida de ermitaño. Lo que Gorriarán Merlo recuerda es que el ruso se acercó a la charla, atraído por los nombres de Lenin y Trotsky, y contó cómo la Revolución le había arrebatado las propiedades a su familia. Lo que me sorprende de ese personaje es el extraño dibujo de su destino: de las estepas rusas al delta del Paraná y de la infancia anti-revolucionaria a ser anfitrión de un congreso de guerrilleros argentinos.

“Con el tiempo pensé en las paradojas que se dieron en la historia posterior en la Argentina. Varios de los que después protagonizamos los enfrentamientos desde distintos bandos estábamos ahí”, dice Gorriarán Merlo al referirse a su instrucción como conscripto en el Batallón de Ingenieros 101 de San Nicolás, pero también a las cuadras donde transcurrió su infancia y juventud: las manzanas entre las calles Mitre, San Martín, De la Nación, Chacabuco, Belgrano: allí vivían personas que tendrían más tarde un papel destacado en la vida democrática —el entonces subteniente D’Andrea Mohr estaba destinado en el Batallón 101—, en la defensa de los derechos humanos, la acción política y el terrorismo de Estado, como un oficial vinculado al círculo íntimo del sanguinario Suárez Mason. Gorriarán Merlo dice que esto demuestra que las cosas no eran como las quería hacer ver la propaganda de la dictadura: que la guerrilla era un grupo aislado de personas, sino que sucedía en todas partes, incluso en ciudades como San Nicolás.
Pero seguro que no: no se trató de grupos aislados, el apoyo a los revolucionarios de los 70 fue muy amplio, mucho más de lo que pretenden hasta hoy los sectores más conservadores de la sociedad, como la prensa o los círculos de profesionales ya establecidos que miran su juventud en aquellos años como en la borrasca del sueño. Sin embargo San Nicolás no era cualquier ciudad del interior bonaerense: la aristocracia obrera de Somisa, representada en su momento por Ignacio Rucci y luego por Naldo Brunelli, parecía entonces espejarse en la aristocracia de origen colonial, donde predominan los apellidos vascos. Del otro lado de la frontera, cruzando el Arroyo del Medio, la UOM de Villa Constitución estaba integrada por sindicalistas más combativos, sobre los que la represión cayó desembozadamente antes aún de que empezara la dictadura. En San Nicolás, en cambio, nada parece haber sido tan desembozado. La represión también fue feroz: pero más allá de historias que conozco apenas (familias destrozadas, asesinadas, desaparecidas), el movimiento revolucionario de la década del 70 ingresó a la ciudad del modo furtivo en que el yaguarón agita las aguas y socava las barrancas. Incluso lo monstruoso del animal legendario puede entreverse en la conformación de ese grupo de guerrilleros locales que llevaban apellidos vascos: nacidos para gobernar en las orillas de los arroyos, perpetraron la infracción escandalosa de remover las aguas grandes de la historia.
Recuerdo que un hijo de uno de esos guerrilleros era amigo de mis amigos y formaba parte, a su vez, de un grupo de muchachos del Normal (la Escuela Normal) que jugaban rugby. Vivía —y acaso aún viva allí— cerca de la casa de mi amigo Marcelo. Un día cualquiera de fines de los 70 iba aquél hijo con su barra y los saludamos, Marcelo y yo, de vereda a vereda. Entonces mi amigo dijo algo sobre el padre, mencionó vagamente la política y me dio a entender una situación casi sin palabras, sólo la agitación de unos términos, como los golpes a la puerta en Macbeth, el llamado de otro mundo que creíamos desvanecido. Ni más ni menos, el monstruo.



[1] Memorias de Enrique Gorriarán Merlo. De los setenta a La Tablada, Buenos Aires, Planeta, 2003.

Peregrinos

Estoy de vuelta en San Nicolás un 24 de septiembre. Es cerca de la madrugada. Mi hijo se durmió poco antes de las once de la noche y yace en una cama, al lado de la mía, en la casa paterna, en la habitación que perteneció a mi hermana hasta que mi hermana y yo nos fuimos a Rosario a estudiar. Mis padres compraron esta casa a fines de los 70 después de alquilar, entre 1975 y 1977, una casa en calle Belgrano, y tras una incursión en las calles de tierra nicoleñas cuando compraron una casa frente a la Laguna de Añaños. Hasta principios de los 90 la obra pública de la municipalidad de San Nicolás de los Arroyos no contemplaba casi la pavimentación de calles y, pese a la extensión de la ciudad más allá de los bulevares Morteo-Álvarez, Alberdi y Falcón, que contienen el casco más antiguo, gran parte del resto se hundía en el barro. La Laguna de Añaños se había formado por las excavaciones realizadas en la tierra para hacer los ladrillos con los que se construyeron casas y edificios en épocas de expansión urbana. Al lado de la laguna estaba la casa de los Añaños, un caserón amarillo de aspecto colonial con una hilera de cipreses en su lado sur. La casona, sobreviviente de tiempos en que eso era zona rural, apenas resultaba visible ahora —me refiero a los años en que vivimos allí—: la ocultaba el enorme pozo de la laguna, que no podía esquivarse a la vista, y la mole de la arboleda. No hace mucho tiempo se tapó la laguna y funciona allí una escuela. La metáfora del barro parece adecuarse a cierta percepción de San Nicolás: todo lo que se aleja de su casco fundacional termina deslizándose en la tierra chirle.
Pero es el 24 de septiembre y estoy en la casa de mis padres de la calle Chacabuco, la que compraron en el año 1979 y que yo, según mi madre, vi en un sueño (ella y mi padre habían averiguado por la casa sin que mi hermana y yo lo supiéramos y, al día siguiente, al pasar en el auto, señalé la casa y dije que había soñado que nos mudábamos ahí). Mi padre construyó durante unos tres años toda la parte posterior: un baño y tres dormitorios, el matrimonial, al final del pasillo, el mío, el de mi hermana. También cerró la galería que da al norte, hizo un garaje y un local comercial en el que era originalmente el dormitorio que daba al frente, donde a partir de 1982 comenzó a funcionar la librería de mi madre, bautizada, según mi criterio de entonces, con el nombre del escritor uruguayo José Enrique Rodó. Es el 24 de septiembre y amplificado por el enorme hueco del fondo de la casa, llegan las voces de los peregrinos que transitan la vigilia del Día de la Virgen del Rosario de San Nicolás. Las voces, guiadas por una voz masculina que sale de un altoparlante, vivan a la virgen, a la Iglesia Católica, al Papa. En la cocina, mi padre hace comentarios y se mofa. Y allá la voz cantante saluda a grupos de peregrinos de Paraguay, de Uruguay, de provincias lejanas. El santuario de la virgen se alza a unas nueve cuadras de la casa de mis padres. Una construcción monumental sobre la barranca, hecha a pedido de la virgen misma y en terrenos ganados a la histórica Villa Pulmón, una villa miseria que, según la antropóloga porteña Cynthia Rivero en su libro de tesis[1], albergó a los últimos trabajadores que construyeron la ex Somisa.

Conocí de afuera Villa Pulmón cuando mi madre puso un pequeño negocio en la mano impar de Francia entre José Ingenieros y Bustamante, en el año 78, tres años después de que llegáramos desde Uruguay y en plena dictadura (recuerdo que mi madre donó unos abrigos para no sé qué baratillo o cosa así y que la mujer que había pasado a buscar el bolsón con ropa volvió a los dos o tres días para devolverle un pequeño prendedor —lo que ahora se llama un pin— del Frente Amplio, lo que puso a mi madre, que había escondido toda referencia a su militancia en Uruguay, al borde de un ataque de histeria). Por esos días calle Francia —que se ensancha a partir de avenida Alberdi y termina en el cementerio, que la interrumpe con su portal de hierro y sus columnas blancas— era como el patio delantero de la villa y sus habitantes se paseaban por las veredas con galas extrañas y divertidas, como si percibieran que la cuadra que los separaba de su caserío era suficiente para volverlos ajenos. Incluso hasta los más osados —recuerdo en especial a un muchacho con un pajonal amarillo por pelo que caminaba por la cuadra en una minifalda desteñida y unos tacos rojos; un día entró al negocio y pidió una escuadra, lápices, útiles escolares que le entregó en la vereda a una niña con la que se fue de la mano— guardaban una suerte de recato que, me parece a la distancia, era menos señal de subordinación a esa gente que los observaba en calle Francia que un signo de decoro y respeto por su propio barrio. Villa Pulmón crecía sobre uno de los puntos más vistosos y pintorescos de la barranca: desde ahí se ve hoy el corredor de tierra ganado entre el arroyo Yaguarón, la zanja Melchora y la laguna que rellenaron de arena para convertir en balneario. En ese terreno enorme entre la calle Sarmiento y la barranca, se levanta el Santuario de la Virgen, en el “el campito” donde Gladys Motta —vecina del ex negocito de mi madre y clienta en esos tiempos— tuvo sus coloquios con María. Eso fue en el 83. Gladys Motta, que tenía un esposo o un pariente obeso del que se decía que recibía ropa del Gordo Porcel, cruzó calle Francia, caminó por Bustamante hasta la esquina de Urquiza, se metió en el Hogar Del Carmen para ancianos (donde, dicho sea de paso, hice en 1981 mi primera nota para la revista Usted, que editaba el finado y querido Oscar Casas) y se entrevistó con la hermana Selmira (quien a su vez atendió mis inquietudes espirituales cuando yo visitaba la institución junto con un grupo católico en mi adolescencia). Ésta, según mis fuentes, la habría derivado al padre Carlos Pérez —entonces párroco de la capilla—, de allí en más el camino tiene sus recodos y, al final, está el gigantesco templo cuya cúpula puede divisarse desde la autopista. La historia, tal como se la conoce oficialmente, dice que Gladys Quiroga de Motta tuvo su primera visión el 25 de septiembre de 1983 en un campito de Villa Pulmón, sobre calle Sarmiento, frente a la cortada Figari, donde está aún su casa. Vio una “figura sobrenatural”, según contaría luego a sus amigas. Las visiones continuaron hasta que la mujer preguntó a la figura qué quería y ésta le hizo ver una capilla en el lugar donde hoy se levanta el Santuario. Más tarde, Motta consultó al padre Pérez, quien le mostró una imagen de la Virgen del Rosario que se encontraba en la Catedral (en Mitre y Guardias Nacionales), y la mujer reconoció a la figura que se le había presentado y se le seguiría presentando hasta acopiar más de mil ochocientas apariciones, según se cuenta en el libro Mensajes, de 1990.
 Oscar Casas en 1981, con uno de los primeros ejemplares de la revista Usted. Archivo fotográfico de César Bustos.

Pero esta noche, veintiséis años después del encuentro Motta-Virgen del Rosario, mi hijo duerme en la habitación que era de mi hermana, la procesión salpica de ecos la noche, que se derraman en el patio oscuro.
El peregrino, en su marcha, reparte extranjería (la reflexión no es mía: el evangelio de Mateo menciona a un Dios extranjero y las páginas de Léon Bloy ensayan argumentos sorprendentes al respecto) o, lo que podría ser lo mismo, promueve hospitalidad. San Nicolás fue (y lo sigue siendo) pródigo en sucesivas oleadas de peregrinos: la inmigración italiana de las últimas décadas del siglo XIX y, antes, los sobrevivientes de las guerras nacionales (Caseros, Pavón, tuvieron lugar cerca de San Nicolás); también, los obreros de la Argentina industrial. Hoy los invasores se llaman peregrinos y llegan para rezarle y pedirle a la Virgen. En todos los casos los invasores se cuidan de acercarse al centro, al casco histórico de la ciudad, que por una cosa u otra los repele sin hacer declaraciones: los obreros industriales siguieron camino hacia Somisa, los italianos del siglo XIX poblaron barrio Don Bosco y los alrededores —la extensa “zona de quintas”— y los devotos permanecen en el campito, el terreno extirpado a la Villa Pulmón. Las historias que se repiten no sólo traen su parodia, también un autoconocimiento (la parodia es de alguna manera la ironía del autoconocimiento).






Y de nuevo es de noche, mi hijo duerme en la casa paterna y las voces de los peregrinos llenan el patio oscuro: como en la infancia, hay un llamado en esas voces que llega a la misma casa de antes. La noche, siempre extranjera, se hincha en el patio y me enseña algo de mí que quisiera conocer, sin saber. Lo que me muestra, en realidad, no es otra cosa que la ciudad: su materia oscurecida, su historia que suena en ese relax, en esa interrupción del trabajo que trajo a los peregrinos. Y hace años, cuando era adolescente y me quedaba en la casa durante el fin de semana, lo que la noche traía eran los sonidos del baile, los tambores y los bajos de la cumbia en los clubes barriales (el San Martín, sobre calle Belgrano, pero también otros, en las calles todavía de tierra que se caían de los bulevares: Olleros, Chacabuco, 9 de Julio al fondo), ajenos a mí, a mi entorno y, sin embargo, no menos un llamado.
   Durante los 70 y también más tarde —hasta fines de los 80 incluso, cuando sobrevino la catástrofe de Highland Road: un piso interno de la confitería se desmoronó lleno de gente mientras tocaba Soda Stereo, lo que produjo cinco muertos, ninguno de la ciudad—, San Nicolás fue una especie de meca de la noche, en la que brillaba la confitería Tikal, en Italia y Nación. Tikal era un boliche como los que proliferaron en esos años: burdamente inspirado en la arquitectura maya, tenía más de cueva que de templo guatemalteco; se ingresaba por unas escaleras y para acceder a la pista era necesario dar rodeos, sortear columnas y toparse con rincones en los que estaban esculpidas estelas e imágenes de los templos del Gran Jaguar y la Serpiente Bicéfala.





Sin embargo, a fines de los 70, cuando empecé a salir, Tikal comenzaba a pasar de moda, cosa que para los adolescentes con aspiraciones bacanas quedaba en evidencia por la concurrencia cada vez mayor de adolescentes de clase baja. Para entonces el lugar al que iban mis amigos y el núcleo más arroyeño de San Nicolás no era ni Tikal ni la Vieja Barraca, sobre calle Belgrano, entre Francia y Urquiza, sino el Círculo Italiano —El Círculo, el nombre no era arbitrario: se necesitaba ser invitado por un conocido de la casa y llegaron incluso a circular carnets especiales para poder acceder. Quedaba a unos metros de Tikal, por Italia: el viejo edificio de la Sociedad Italiana, concesionado y acondicionado para fiestas por el Turco Nasif, quien luego se convertiría en algo así como el patriarca de la noche nicoleña. De nuevo, la puerta abierta en la noche, la fascinación latinoamericanista de esos años que llevó a erigir templos bailables de la talla de Tikal, se cerraba hacia adentro, hacia el antiguo patio arroyeño.



[1] Entre la «comunidad del acero» y la «comunidad de María». Un análisis antropológico sobre los avatares sociopolíticos de San Nicolás, Buenos Aires, 2009.

Nación y Moreno

Era de madrugada y llovía cuando el ómnibus nos dejó por primera vez en San Nicolás. Mi madre, mi hermana y yo descendimos en avenida Moreno y Mitre y caminamos una cuadra hacia el sur, hasta el bar Citex. No lo sabía entonces, pero ese bar sería, en los años posteriores, la nave en la que surcaría las noches de la juventud. Un edificio art decó que fue originalmente también hotel y tenía a un costado, sobre Moreno, una estación de servicio de la petrolera Citex que cuando llegamos ya no funcionaba. Ese fue el lugar donde charlábamos con mis amigos a la salida del cine Gran Rex (un monumento moderno recubierto de azulejitos verdes que hoy día es templo evangélico). También, el sitio de reunión a la salida de la confitería, de Highland o de Jethro y, por último, el café donde me encontré, ya al final de la secundaria, con algunos docentes que iban a dar clases de literatura al Normal —a tres cuadras por Nación hacia el sur— cuando ya empezaba a definir eso que entonces tenía el nombre de vocación. 






En la esquina de Nación y Moreno (o Savio: en Nación cambian los nombres de las calles que corren de norte a sur), donde hay hoy un supermercado, frente al bar Citex, hubo durante mucho tiempo un baldío con restos de una construcción. Pero en 1975-77, funcionaba algo así como un boliche o confitería que nunca llegué a conocer. Recuerdo haber pasado por ahí en el auto de mi padre y mirar desde el asiento de atrás a los jóvenes en sus pantalones Levi’s, riendo, entrenándose para entrar al baile. Y recuerdo que esa escena —quizás insignificante en sí misma, no así lo que evoca: la belleza de las alusiones, o algo cuya belleza es el acto mismo de insinuarse— me impresionaba como el espectáculo de una conspiración. Como si hubiera visto en aquella reunión, en ese terreno en ruinas, una trama con varios argumentos; el más sencillo, el que puede esbozarse casi como una moraleja: ahí estaban los nicoleños, extrayéndole fiesta a los días oscuros. Otro argumento: veía en esos jóvenes un modelo de aquél en quien quería convertirme. Y al mismo tiempo, veía el que no era. Y así. Pero veía también en esa esquina el primer paisaje que percibí de San Nicolás, que ahora recién se estaba volviendo familiar y enturbiaba la noche, la muchedumbre sin cara y la cosa anhelada de la fiesta, la juventud y los Levi’s. Una visión a través de un vidrio oscuro con la que acaricio cosas todavía por decirme. Lee, Wheel Jeans, Levi’s: unos 505, una campera gastada de jean y una camisa Polaris constituían el uniforme obligatorio de esos años. Según su sitio en Internet, Wrangler llegó a Argentina en 1977, tres años después de que comenzara a expandirse en Europa. Sin embargo, en 1979 nadie tenía un Wrangler en San Nicolás y cuando llevé los primeros desde Uruguay (David Fremd, dueño del vanguardista Jeans Center de Paysandú, me los había ofrecido como la gran novedad y compré, gracias a la generosidad de mi abuela Beba, unos vaqueros con la marquilla de cuero, una remera con cuello y escote en v de bordes tricolores, y una camisa blanca que hasta llegó a usar mi esposa), mis amigos observaron el dibujo de la doble v en los bolsillos y me cargaron: “¿Qué es, un Maverick al revés?”
En esa misma esquina, pero en 1983, asistí por primera vez a un acto peronista: pura curiosidad, con mis amigos Gustavo Ng, Fernando Demarco, Adolfo Vergara, Marcelo Suárez, Alfredo Marengo, entre otros, nos afeitamos la pelambre gorila (menos Alfredo, que no tenía pelos de gorila) y marchamos a ver a Carlos Saúl, que se reía allá adelante, recién salido de la cárcel y envuelto en un poncho de vicuña. Terminada la dictadura, no hizo falta más que caminar por las cuadras de siempre para encontrarnos con los íconos del folclore político argentino: unos bombos martillados en mangas de camisa, los retratos de Perón y de Evita que miraban hacia el norte y hacia el sur, los dedos en v, los “Viva Perón”.


Arriba: el excine Gran Rex, abajo: el local de Jeans Center en Avenida España, Paysandú.