El río inminente


La pampa tiene un bestiario, o la pampa tiene, en la imaginación romántica nacional, la cualidad de bestializar su paisaje: la multiplicación del ganado en la llanura, hombres para quienes “matar o morir es indiferente”. En cambio el monstruo, único en su especie, manifestación escandalosa de una fuerza que se quiere o pretende extinta, endemoniado, parece haber quedado relegado al río y, en particular, a este río Paraná que corre sobre una grieta geológica, separando el paisaje de colinas de Entre Ríos de la llanura bonaerense y santafesina. En esta orilla circula la leyenda de origen chaná del Yaguarón, animal fabuloso con cuerpo de yacaré, agallas, cabeza de perro y terribles colmillos con los que roe la base de las barrancas.
Como el animal mitológico, que nunca se manifiesta y del que, según la leyenda, sólo se perciben sus ruidos o parte de su cuerpo en el agua revuelta, el Paraná es una inmanencia en San Nicolás. El arroyo lo anuncia, la laguna del Saco —entre el Yaguarón y el brazo Martín Chico—, el arroyo Ramallo, junto al que se levanta el barrio Siderurgia Argentina o Somisa; pero el Paraná está más allá y sólo de vez en cuando se ve en el canal, tras el islote que se extiende frente a la costa, un enorme barco carguero que parece avanzar por la tierra, entre los espinillos, como una alucinación.
Le escribo un correo electrónico a Mingo para que me saque de dudas sobre este asunto. Mingo responde: “El Yaguarón pasa frente a la costa nicoleña y finaliza su recorrido aproximadamente entre el Parque San Martín y el Puerto Nuevo. No hay acuerdo sobre ese límite. Hay una gran olla frente a la costa que se llama El Saco (¿sus aguas son las del Yaguarón, las del Paraná?, interpretalo vos). El río Paraná propiamente dicho, es decir por donde pasan los barcos cargueros grandes, está atrás de la ciudad. Podría decirse que el Paraná toca a la costa a la altura del Puerto Nuevo. Se le llama El Canal, porque efectivamente es un espacio reducido y más profundo por donde navegan los barcos. También se lo conoce como Hidrovía. El arroyo Martín Chico tiene un nombre hermoso y muy funcional a tu relato, pero no toca la costa, ya que el canal es el límite entre San Nicolás y Entre Ríos. El Martín Chico está del lado entrerriano”.
Pero en la escena inaugural del primer verano que estuvimos en San Nicolás, la costa del río inminente fue la esquina de León Guruciaga y la avenida de la rambla (hoy Juan Manuel de Rosas), donde funcionaba un bar con patio cervecero, una casa de madera con un maravilloso faro de fantasía y rejas de alambre de hierro). Las calles ahí se tuercen y la arquitectura de las casas se mezcla: hay varias casonas por calle Guardias Nacionales convertidas en conventillos, viviendas prefabricadas, el mismo ex bar El Faro tiene ese aspecto, y las más sólidas, las que nacieron cuando el Puerto de Cabotaje dejó de ser propiamente el puerto de la ciudad y su viejo muelle y su parque —descontaminados de las marcas del trabajo— alentaron aires pintorescos en los que alzaron sus casas familias pudientes. El viejo bar El Faro, donde mi padre nos llevó a conocer el rostro festivo de una noche de verano nicoleña, me mostraba la familiaridad del paisaje portuario fluvial, que era el que conocía en Paysandú; las calles que bajaban por la barranca cortada y serpenteaban hacia el casco céntrico. Porque en ese ángulo de la ciudad, donde la cuadrícula urbana colonial se deforma, puede verse también esa puja entre el trabajo del hombre y la geografía. Lo que muestra un accidente urbano (una casa que se acomoda a una pendiente, una calle que recorre un arroyo, una manzana que se parte contra las vías) es la edad misma de la ciudad: una interrupción en su plan, el modo en que se improvisó o se actuó con la única guía de la necesidad. “La chopería”, como la llaman mis padres, incluso con nostalgia, saludando en ese “la” el carácter único que tiene en su memoria, tuvo un intento de reapertura, si no me equivoco, en los tempranos 90. Pero no prosperó. La razón, aunque la ignoro, me parece que la adivino en un detalle que se repite en San Nicolás: las cosas que brillaron en algún momento del pasado conservan un fulgor más poderoso en el recuerdo, porque sólo el arroyeño las atesora y eso las vuelve una joya mitológica.
Foto personal de Sergio Ligorria, ex alumno del autor en el colegio Don Bosco, cedida a través de Facebook. Ca. 1974.

Esa noche, u otra, pero en ese mismo escenario, mi madre nos mostró a mi hermana y a mí “una calle que es una escalera” que había conocido en su infancia, cuando su padre —mi abuelo Horacio, veterinario, aficionado a los pájaros, batllista y amigo de la familia de Pepe Batlle y Ordóñez, con una discreta y larga carrera política— llegó a San Nicolás tras el rastro de alguna especie de cardenal o algo por el estilo. La historia era más o menos así: aburrida mientras mi abuelo cargaba jaulas, plantas y bártulos en un coche alquilado, mi madre descubría esa calle con la escalera. Entonces quiso bajarla, ir a conocer el hueco de sol allá al final de la galería de tilos y jacarandás. Pero mi abuelo se lo prohibió y la hizo volver al carro. Más de veinte años después ella y sus hijos emprendieron esa pequeña aventura. La calle-escalera es la Bajada Belgrano: casi doscientos metros que Rafael de Aguiar (1703-1758), el fundador de San Nicolás, le hizo cortar a la barranca para llevar su ganado a tomar agua al río. La escalera termina en la rambla sobre el Yaguarón y, más precisamente, en el mástil que conmemora el paso de Belgrano por la ciudad, en 1810, con su Ejército Expedicionario rumbo al Paraguay. El mástil de granito se alza en un círculo de cemento, al centro de una rotonda donde termina la rambla y está la entrada de autos del club de Regatas.








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