La luna de Cándido López


Hay una luz lunar que ilumina San Nicolás, la de la luna del campamento de soldados en la Guerra del Paraguay que Cándido López pintó ya manco, después de la batalla de Curupaytí, y que está colgada en un cuadro de la Casa del Acuerdo, en Nación entre Francia y Sarmiento. Una luz que no quita las sombras y dibuja entre ellas siluetas, formas, cosas incipientes.
 Dos de los cuadros de López, el primero, "Velatorio del primer soldado muerto en la Guerra del Paraguay", en el salón de la Casa del Acuerdo.


En San Nicolás estamos de paso que es el modo, tal vez, con el que la ciudad se manifiesta: a mitad de camino entre una Argentina próspera y otra que se empobrece. Durante mucho tiempo miré a San Nicolás mirando hacia otro lado: Rosario, Buenos Aires. Para decirlo con una frase de Claudio Magris (que en su novela Otro mar menciona a San Nicolás a propósito del primer desembarco salesiano en América —el colegio Don Bosco, en Don Bosco y Benítez—): “allí esperé con la frente en alto la verdadera vida, que toda espera destruye”.
De modo que estar ahí fue por momentos no estar en ningún lado y, sin embargo, la ciudad me buscó en sus bordes, en sus despedidas. Una vez, mientras esperaba en la estación de trenes de Morteo y España el tren que me llevaría a Buenos Aires, mi padre, que me había acompañado hasta allí, me señaló el cabezal de unos ejes en la rueda del tren, unas planchas de acero poderoso, con muescas circulares, perfectas, con una corona de grasa en el centro que completaba un dibujo titánico. “Esos ejes los hacemos nosotros”, dijo. Imaginé ese torno robusto, pero al fin y al cabo pequeño en el que trabajaba mi padre en la metalúrgica de barrio Alto Verde, imaginé el rincón ese en el que mi padre había hecho el eje que movía la mole del tren y tuve una vertiginosa visión de ese lugar del que estaba a punto de irme, y en ese lugar estaba mi familia, mis amigos, mi juventud, mi formación, las cosas con las que uno se cuenta una historia propia.

Vuelvo a San Nicolás para alejarme, para acariciar una joya perdida, una patria secreta que la ciudad guarda en su frontera. “El exilio —escribió el 21 de noviembre de 1951 Mircea Eliade en sus Diarios— es una larga y pesada prueba iniciática destinada a purificarnos, a transformarnos. La patria lejana, inaccesible, será como un Paraíso al que regresaremos espiritualmente, es decir, «en espíritu», en secreto, pero realmente.” Podría decir eso de Paysandú, de la playa Malvín, en Montevideo, de la chacra sobre el arroyo San Francisco. Pero es en San Nicolás, donde el cura Jorge, en la iglesia del Don Bosco, me bautizó en la fe católica un verano de 1995, a los 32 años, donde me tocó construir una lejanía, una soledad en la que erigir la memoria de la patria perdida.

Entiendo que ese espíritu de frontera que irradia San Nicolás es también una forma de conocer los distintos destinos geográficos por los que anduve. Así Rosario fue, además del departamento de la calle San Juan al 1500 donde vivió mi prima en sus años de estudiante, hasta mediados de los 80, ciertos bordes en los que me parecía observar una escena a mi medida: la larga entrada del Tirsa por avenida San Martín, con su paseo comercial extenso y salpicado de marcas proletarias (un taller mecánico, la vidriera de una mercería arreglada con papel afiche, el local diminuto de una zapatería, el medio tanque con choripanes en la esquina de Ayolas y como un punto de inflexión en el camino, el desaparecido bar El Triángulo, en la esquina de Gálvez: un edificio triangular que le gana una esquina a las vías y se extiende veinte metros hacia el oeste. Ahí adentro creía ver, desde el ómnibus que dejaba atrás la zona sur, un ritual social que conocía a medias: la reunión de gente que por un momento interrumpía el trabajo y sopesaba en una mesa de café un mundo en espera.

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