Peregrinos

Estoy de vuelta en San Nicolás un 24 de septiembre. Es cerca de la madrugada. Mi hijo se durmió poco antes de las once de la noche y yace en una cama, al lado de la mía, en la casa paterna, en la habitación que perteneció a mi hermana hasta que mi hermana y yo nos fuimos a Rosario a estudiar. Mis padres compraron esta casa a fines de los 70 después de alquilar, entre 1975 y 1977, una casa en calle Belgrano, y tras una incursión en las calles de tierra nicoleñas cuando compraron una casa frente a la Laguna de Añaños. Hasta principios de los 90 la obra pública de la municipalidad de San Nicolás de los Arroyos no contemplaba casi la pavimentación de calles y, pese a la extensión de la ciudad más allá de los bulevares Morteo-Álvarez, Alberdi y Falcón, que contienen el casco más antiguo, gran parte del resto se hundía en el barro. La Laguna de Añaños se había formado por las excavaciones realizadas en la tierra para hacer los ladrillos con los que se construyeron casas y edificios en épocas de expansión urbana. Al lado de la laguna estaba la casa de los Añaños, un caserón amarillo de aspecto colonial con una hilera de cipreses en su lado sur. La casona, sobreviviente de tiempos en que eso era zona rural, apenas resultaba visible ahora —me refiero a los años en que vivimos allí—: la ocultaba el enorme pozo de la laguna, que no podía esquivarse a la vista, y la mole de la arboleda. No hace mucho tiempo se tapó la laguna y funciona allí una escuela. La metáfora del barro parece adecuarse a cierta percepción de San Nicolás: todo lo que se aleja de su casco fundacional termina deslizándose en la tierra chirle.
Pero es el 24 de septiembre y estoy en la casa de mis padres de la calle Chacabuco, la que compraron en el año 1979 y que yo, según mi madre, vi en un sueño (ella y mi padre habían averiguado por la casa sin que mi hermana y yo lo supiéramos y, al día siguiente, al pasar en el auto, señalé la casa y dije que había soñado que nos mudábamos ahí). Mi padre construyó durante unos tres años toda la parte posterior: un baño y tres dormitorios, el matrimonial, al final del pasillo, el mío, el de mi hermana. También cerró la galería que da al norte, hizo un garaje y un local comercial en el que era originalmente el dormitorio que daba al frente, donde a partir de 1982 comenzó a funcionar la librería de mi madre, bautizada, según mi criterio de entonces, con el nombre del escritor uruguayo José Enrique Rodó. Es el 24 de septiembre y amplificado por el enorme hueco del fondo de la casa, llegan las voces de los peregrinos que transitan la vigilia del Día de la Virgen del Rosario de San Nicolás. Las voces, guiadas por una voz masculina que sale de un altoparlante, vivan a la virgen, a la Iglesia Católica, al Papa. En la cocina, mi padre hace comentarios y se mofa. Y allá la voz cantante saluda a grupos de peregrinos de Paraguay, de Uruguay, de provincias lejanas. El santuario de la virgen se alza a unas nueve cuadras de la casa de mis padres. Una construcción monumental sobre la barranca, hecha a pedido de la virgen misma y en terrenos ganados a la histórica Villa Pulmón, una villa miseria que, según la antropóloga porteña Cynthia Rivero en su libro de tesis[1], albergó a los últimos trabajadores que construyeron la ex Somisa.

Conocí de afuera Villa Pulmón cuando mi madre puso un pequeño negocio en la mano impar de Francia entre José Ingenieros y Bustamante, en el año 78, tres años después de que llegáramos desde Uruguay y en plena dictadura (recuerdo que mi madre donó unos abrigos para no sé qué baratillo o cosa así y que la mujer que había pasado a buscar el bolsón con ropa volvió a los dos o tres días para devolverle un pequeño prendedor —lo que ahora se llama un pin— del Frente Amplio, lo que puso a mi madre, que había escondido toda referencia a su militancia en Uruguay, al borde de un ataque de histeria). Por esos días calle Francia —que se ensancha a partir de avenida Alberdi y termina en el cementerio, que la interrumpe con su portal de hierro y sus columnas blancas— era como el patio delantero de la villa y sus habitantes se paseaban por las veredas con galas extrañas y divertidas, como si percibieran que la cuadra que los separaba de su caserío era suficiente para volverlos ajenos. Incluso hasta los más osados —recuerdo en especial a un muchacho con un pajonal amarillo por pelo que caminaba por la cuadra en una minifalda desteñida y unos tacos rojos; un día entró al negocio y pidió una escuadra, lápices, útiles escolares que le entregó en la vereda a una niña con la que se fue de la mano— guardaban una suerte de recato que, me parece a la distancia, era menos señal de subordinación a esa gente que los observaba en calle Francia que un signo de decoro y respeto por su propio barrio. Villa Pulmón crecía sobre uno de los puntos más vistosos y pintorescos de la barranca: desde ahí se ve hoy el corredor de tierra ganado entre el arroyo Yaguarón, la zanja Melchora y la laguna que rellenaron de arena para convertir en balneario. En ese terreno enorme entre la calle Sarmiento y la barranca, se levanta el Santuario de la Virgen, en el “el campito” donde Gladys Motta —vecina del ex negocito de mi madre y clienta en esos tiempos— tuvo sus coloquios con María. Eso fue en el 83. Gladys Motta, que tenía un esposo o un pariente obeso del que se decía que recibía ropa del Gordo Porcel, cruzó calle Francia, caminó por Bustamante hasta la esquina de Urquiza, se metió en el Hogar Del Carmen para ancianos (donde, dicho sea de paso, hice en 1981 mi primera nota para la revista Usted, que editaba el finado y querido Oscar Casas) y se entrevistó con la hermana Selmira (quien a su vez atendió mis inquietudes espirituales cuando yo visitaba la institución junto con un grupo católico en mi adolescencia). Ésta, según mis fuentes, la habría derivado al padre Carlos Pérez —entonces párroco de la capilla—, de allí en más el camino tiene sus recodos y, al final, está el gigantesco templo cuya cúpula puede divisarse desde la autopista. La historia, tal como se la conoce oficialmente, dice que Gladys Quiroga de Motta tuvo su primera visión el 25 de septiembre de 1983 en un campito de Villa Pulmón, sobre calle Sarmiento, frente a la cortada Figari, donde está aún su casa. Vio una “figura sobrenatural”, según contaría luego a sus amigas. Las visiones continuaron hasta que la mujer preguntó a la figura qué quería y ésta le hizo ver una capilla en el lugar donde hoy se levanta el Santuario. Más tarde, Motta consultó al padre Pérez, quien le mostró una imagen de la Virgen del Rosario que se encontraba en la Catedral (en Mitre y Guardias Nacionales), y la mujer reconoció a la figura que se le había presentado y se le seguiría presentando hasta acopiar más de mil ochocientas apariciones, según se cuenta en el libro Mensajes, de 1990.
 Oscar Casas en 1981, con uno de los primeros ejemplares de la revista Usted. Archivo fotográfico de César Bustos.

Pero esta noche, veintiséis años después del encuentro Motta-Virgen del Rosario, mi hijo duerme en la habitación que era de mi hermana, la procesión salpica de ecos la noche, que se derraman en el patio oscuro.
El peregrino, en su marcha, reparte extranjería (la reflexión no es mía: el evangelio de Mateo menciona a un Dios extranjero y las páginas de Léon Bloy ensayan argumentos sorprendentes al respecto) o, lo que podría ser lo mismo, promueve hospitalidad. San Nicolás fue (y lo sigue siendo) pródigo en sucesivas oleadas de peregrinos: la inmigración italiana de las últimas décadas del siglo XIX y, antes, los sobrevivientes de las guerras nacionales (Caseros, Pavón, tuvieron lugar cerca de San Nicolás); también, los obreros de la Argentina industrial. Hoy los invasores se llaman peregrinos y llegan para rezarle y pedirle a la Virgen. En todos los casos los invasores se cuidan de acercarse al centro, al casco histórico de la ciudad, que por una cosa u otra los repele sin hacer declaraciones: los obreros industriales siguieron camino hacia Somisa, los italianos del siglo XIX poblaron barrio Don Bosco y los alrededores —la extensa “zona de quintas”— y los devotos permanecen en el campito, el terreno extirpado a la Villa Pulmón. Las historias que se repiten no sólo traen su parodia, también un autoconocimiento (la parodia es de alguna manera la ironía del autoconocimiento).






Y de nuevo es de noche, mi hijo duerme en la casa paterna y las voces de los peregrinos llenan el patio oscuro: como en la infancia, hay un llamado en esas voces que llega a la misma casa de antes. La noche, siempre extranjera, se hincha en el patio y me enseña algo de mí que quisiera conocer, sin saber. Lo que me muestra, en realidad, no es otra cosa que la ciudad: su materia oscurecida, su historia que suena en ese relax, en esa interrupción del trabajo que trajo a los peregrinos. Y hace años, cuando era adolescente y me quedaba en la casa durante el fin de semana, lo que la noche traía eran los sonidos del baile, los tambores y los bajos de la cumbia en los clubes barriales (el San Martín, sobre calle Belgrano, pero también otros, en las calles todavía de tierra que se caían de los bulevares: Olleros, Chacabuco, 9 de Julio al fondo), ajenos a mí, a mi entorno y, sin embargo, no menos un llamado.
   Durante los 70 y también más tarde —hasta fines de los 80 incluso, cuando sobrevino la catástrofe de Highland Road: un piso interno de la confitería se desmoronó lleno de gente mientras tocaba Soda Stereo, lo que produjo cinco muertos, ninguno de la ciudad—, San Nicolás fue una especie de meca de la noche, en la que brillaba la confitería Tikal, en Italia y Nación. Tikal era un boliche como los que proliferaron en esos años: burdamente inspirado en la arquitectura maya, tenía más de cueva que de templo guatemalteco; se ingresaba por unas escaleras y para acceder a la pista era necesario dar rodeos, sortear columnas y toparse con rincones en los que estaban esculpidas estelas e imágenes de los templos del Gran Jaguar y la Serpiente Bicéfala.





Sin embargo, a fines de los 70, cuando empecé a salir, Tikal comenzaba a pasar de moda, cosa que para los adolescentes con aspiraciones bacanas quedaba en evidencia por la concurrencia cada vez mayor de adolescentes de clase baja. Para entonces el lugar al que iban mis amigos y el núcleo más arroyeño de San Nicolás no era ni Tikal ni la Vieja Barraca, sobre calle Belgrano, entre Francia y Urquiza, sino el Círculo Italiano —El Círculo, el nombre no era arbitrario: se necesitaba ser invitado por un conocido de la casa y llegaron incluso a circular carnets especiales para poder acceder. Quedaba a unos metros de Tikal, por Italia: el viejo edificio de la Sociedad Italiana, concesionado y acondicionado para fiestas por el Turco Nasif, quien luego se convertiría en algo así como el patriarca de la noche nicoleña. De nuevo, la puerta abierta en la noche, la fascinación latinoamericanista de esos años que llevó a erigir templos bailables de la talla de Tikal, se cerraba hacia adentro, hacia el antiguo patio arroyeño.



[1] Entre la «comunidad del acero» y la «comunidad de María». Un análisis antropológico sobre los avatares sociopolíticos de San Nicolás, Buenos Aires, 2009.

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